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Rostros interrogados

 Podría escribirse una historia del cine a través de los rostros. El cine ha consumido miles y miles de rostros desde su invención, y el primer plano o close-up no ha dejado de enfrentarnos –con un impudor que al principio debió tener algo de terrible, pero al que luego nos hemos ido acostumbrando– esos que alguien llamó “espejos del alma”. Los rostros, cada uno con su mayor o menor porción de verdad, con su mayor o menor belleza, con su carga o ausencia de misterio, abiertos a la angustia como el de Peter Lorre en M, o al deseo como el de Pierre Batchef en Un perro andaluz, o al amor como el de Silvia Bataille en Une partie de champagne, o al absurdo como el de Keaton en cualquiera de sus films, o a la muerte como el de Chaplin al final de Monsieur Verdoux, o a Dios como el de Falconetti en la Pasión de Juana de Arco, o a la noche como el de Max Schreck en Nosferatu, o a un más allá de la Historia como el de Cherkassov en Iván el Terrible, han reclamado nuestra mirada y se han filtrado en nuestra memoria con un poder que tiene mucho de encantamiento.

Ya en un escrito autodefinitorio, Bergman había anotado:

“Hay muchos realizadores que olvidan que el rostro humano es el punto de partida de nuestro trabajo. Podemos, es verdad, dedicarnos a la estética del montaje, conferir a objetos y naturalezas muertas, ritmos admirables. Pero la presencia del rostro humano es, ciertamente, la nobleza del film. De lo cual se deduce que el actor es nuestro instrumento más valioso y que la cámara es sólo el mediador de las relaciones de este instrumento. […] Debemos también recordar que el más bello medio de expresión del actor es su mirada. El primer plano objetivamente compuesto, perfectamente dirigido y actuado, es el medio más poderoso de que dispone el cineasta para influir sobre su público. Pero es también el criterio más seguro de su maestría o de su insuficiencia La ausencia o la multiplicación de primeros planos caracteriza infaliblemente el temperamento del realizador del film y el grado de interés que tiene por los hombres.”

Apasionada y casi dogmática, esta declaración, como toda declaración de un artista, vale sobre todo para quien la profiere; o más bien sirve para que nosotros nos acerquemos a la comprensión del cine de Bergman. No es una casualidad que el autor de Persona lo sea también de un film titulado, precisamente, El rostro, y si tratáramos de definir el cine de Ingmar Bergman a partir de una constante, sin duda habría que decir: es una larga y profunda interrogación de los rostros humanos.

Basta recordar un poco… Porque, si evocamos algunos de los momentos claves de esta sola obra que va formando la sucesión de films bergmanianos, hallaremos una insistente, y obsesiva presencia de rostros, tomados como robándolos al tiempo y al olvido, como haciéndolos surgir de la oscuridad para obligarlos a decir sus secretos. En Secretos de mujeres, Marta, en la inminencia del parto, es aterrada por un rostro desconocido y borroso que, como un materializado presagio de la muerte, aparece detrás del cristal materializado de una puerta. En Noche de circo el rostro maquillado o desnudo, fantasmal y dolorido, en una persistente mueca, del payaso Frost, testigo del drama de los otros y personaje del suyo propio, pone una reiterada nota lancinante en el film, y sobre todo en el episodio mudo inicial, en el que su máscara carnal parece llegar al límite del sufrimiento y de la humillación. En Sonrisas de una noche de verano, la compostura o el descuido de cada rostro, es decir, su manera de pasar de uno a otro gesto, o de inmovilizarse en un gesto fijo, será el signo revelador de tal o cual conducta de clase, de la sinceridad o la hipocresía de los protagonistas. En El último sello el rostro pálido, asexuado, impenetrable de la muerte, acecha a los personajes en su largo camino hasta el fondo de la noche, hacia su verdad última. En Las fresas silvestres el doctor Isak Borg inicia su búsqueda del tiempo pasado por la incitación de un sueño en el que encuentra primero a un hombre sin rostro y luego un ataúd en el que hay un cadáver que tiene su misma cara. En El rostro la cara del mago mesmeriano Vogler, del que no se sabe si es un iluminado o un farsante, se convierte en el centro de una pesquisa acerca de los juegos de la ilusión y la verdad. En Persona asistiremos a una confrontación entre los dos rostros, el de la enfermera Alma y la actriz Elizabeth Vogler. Y en La hora del lobo el relato se inicia y termina con el rostro de Alma, que habla, frente a la cámara, frente a nosotros, del destino de su perdido esposo…

“El rostro, espejo del alma”, dice e lugar común. A partir de ese espejo, que a veces es “un espejo oscuro”, como el aludido por San Pablo en la Epístola a los corintios, Bergman trata de conocer a sus personajes, a esos seres que viven entre su verdad y su ilusión, mirándose en los ojos del otro o en la mirada que les devuelve su propio rostro desde el espejo.

Confrontación entre dos rostros, entre el rostro de la enfermera Alma y la actriz Elisabeth Vogler, Persona es también un film sobre la máscara.

“Hay una palabra –ha declarado Bergman– que siempre me había obsesionado y que me vino al pensamiento: persona, el vocablo latino con que se designaban las máscaras detrás de las cuales, en la antigüedad, los actores ocultaban el rostro. […] Yo estaba encantado: mi film llevaría ese título curioso, Persona, palabra cuyo primer sentido fue extrañamente alterado, porque, de significar máscara, pasó a designar al que se oculta tras ella.”

Confrontación entre el rostro y la máscara, Persona es también un diálogo entre una voz y un silencio. La voz es la de Alma, la “hermana” enfermera, una mujer joven, dotada de una gran vitalidad, encantada con su oficio, honesta en reconocer sus dudas (por ejemplo, cuando se trata de saber si será capaz de cuidar a la actriz), bien dotada para la vida sexual, pero voluntariamente negada a la maternidad. Atraída por la personalidad de su paciente y a la vez rechazándola, quizá por un vago presentimiento, alma se ofrecerá y se resistirá simultáneamente a una entrega espiritual que en ocasiones roza lo físico, pero el silencio de la otra es una barrera que irá poco a poco obsediendo a Alma, llevándola a la irritación y a la histeria, enfermándola a su vez. En cuanto a Elizabeth, ella es la del silencio. Elisabeth es la gran actriz, la mujer bella y famosa que todo el mundo tiene por esposa y madre ejemplar, pero que rechaza el hijo tenido con su esposo y que un día se encuentra vacía de todos sus papeles, asqueada de todos los personajes representados o por representar, y que se refugia en un silencio que es una liberación y una condena. (No hay que olvidar que Bergman ha realizado también un film titulado precisamente El silencio.) Aisladas en una landa frente al mar, estas dos mujeres tan distintas, de vidas casi opuestas, van a convivir, a espiarse, a tratar de conocerse. Una de ellas hablará y la otra permanece callada, en cierto modo respondiendo con ese silencio profundo que es como una oquedad oscura que comienza devorando las palabras que vienen de fuera y terminará absorbiendo a quien las emite. En cierto sentido hay aquí un acto de vampirismo que Bergman deja sugerido en más de alguna escena. Pero, desde luego, no abandonamos en ningún momento el nivel de lo humano, un nivel que en Bergman, considerado como uno de los cineastas de la mujer, parece privilegiadamente encarnado en el sexo femenino… El vertiginoso drama desarrollado en Persona es el del encuentro y el desencuentro de dos mujeres, su paulatina identificación, la lucha de Elisabeth por apoderarse de ese otro personaje poderosamente vivo que es Alma, y el casi agónico combate de Alma negándose a la identificación, a ser un mero doble, un personaje más de Elisabeth. Porque cada una de ellas es la otra respecto a quien la mira, y condensa en un cuerpo, en una alma incógnita, una otredad del mundo entero, esa otredad que nos desafía a que la poseamos y la anulemos fundiéndola en nuestro yo. Combate espiritual, desde luego, pero uno de los más asombrosos poderes de Bergman es el de transmitirnos el más metafísico de los conflictos por medio de elementos sensuales, a través de los rostros, los tonos de voz, la textura de la piel misma. En muchos sentidos, y gracias a esos elementos sensuales, Persona es un film de la seducción: seducción de un ser por otro que llega hasta la fusión de los dos; seducción que el artista ejerce sobre nosotros por medio de esos espléndidos instrumentos que son los intérpretes de su film. En lo cual hay también una especie de vampirismo del artista, que debe seducir a su público para apoderarse de él y, una vez en su poder, extraerle la materia de futuros personajes. Por lo demás, no tiene nada de casual que una de las imágenes inolvidables que Bergman nos ha dado del artista sea la de Albert Emmanuel Vogler, el discípulo de Mesmer que practica el hipnotismo, y cuya finalidad es también, por medio de la ilusión, el seducir a sus semejantes. Ni es casual, tampoco, que Bergman mismo haya declarado en cierta ocasión que su mayor deseo es

“hacer surgir mundos previamente desconocidos, realidades que sobrepasan toda realidad, y producir sueños raros, fantasías ligeras, paradojas venenosas como la serpiente, burbujas chispeantes y multicolores”.

Pues, confrontación entre el rostro y la máscara, entre el yo y su doble, entre el vampiro y su víctima, Persona es también un encuentro entre el artista y su público, entre el artista y su personaje. He aquí el drama del artista, como ya nos lo indica esa reaparición del apellido Vogler (que, además, volveremos a encontrar en La hora del lobo, y en el proyecto de “Los devoradores de hombres”). He aquí la historia del artista que deja de creer en su arte, que cae y se refugia en el silencio, y al ver que ese silencio termina amenazándolo en su mismo ser, busca en su público, que es a la vez su personaje, la materia que le permita volver a la vida, que le dé fuerzas para negar el vacío, para anular esa “pesadilla de la Historia” (Joyce) done los hombres se queman vivos en una muda protesta y los niños levantan las manos ante los fusiles, en medio de la atroz indiferencia del mundo.

Al final de cuentas, Persona quizá sea una meditación de Bergman sobre su propio arte, una interrogación del cineasta al cine. Hay que imaginar que en algún momento, Bergman ha sentido el vacío o el silencio de la pantalla, como el escritor y el pintor han sentido el silencio y el vacío de la cuartilla y de la tela. Tal vez Bergman sintió que había que medirse con la pantalla en blanco, admitir de una vez por todas que el film no es la vida, que esa vida de la pantalla no es más que… cine. Así se explicaría ese comienzo del film, con la pantalla deshabitada, invocando ávidamente imágenes sin sentido, cualesquiera imágenes, como un pensamiento en el que todas las visiones han sido arrasadas, dispuesto a aceptar lo que venga, imágenes sin sentido, viejas películas absurdas, nubes árboles, un paisaje lunar, cualquier cosa, a fin de que la voluntad del artista intente modelar el caos y dar sentido a las imágenes, y formar rostros, y hacer un film. Todo ese prólogo trata, en efecto, de comunicarnos una sensación de caos, una percepción del mundo de las formas incoherentes o ya muertas (el escenario de la morgue es muy significativo a este respecto) desde el cual una obra intenta nacer, igual que ese niño (¿también el hijo de Elisabeth?) que acaricia o tantea la pantalla, en busca del rostro de su madre, en busca de la posibilidad de nacer a lo visible. Bergman se adentra, invitándonos a seguirlo, en el mundo previo a la creación artística, en el caos de lo nonato. Y más adelante, cuando el film va a la mitad del camino, cuando tiene una configuración aparentemente definitiva, nos hace asistir a una ruptura de la cinta de celuloide, a un lapso que tiene alguna relación con el ataque de silencio que sufre Elisabeth en medio de su representación de Electra: en ambos casos se trata de una irrupción brutal del vacío, del silencio, de lo inexpresable, que es lo que puede causar la verdadera muerte del artista como tal.

En una nota sobre Persona, Bergman dijo que al principio no tenía título para el film bosquejado, y que entonces pensó titularlo simplemente Cinematografía, como los músicos escriben Opus 14 o Sonata número 9, porque

“la única cosa que no se podía negar era que mi film iba a ser un film”.

En consecuencia, Persona es una obra que nos recuerda constantemente que no es más que cine, que esa fascinante vida que se mueve en la pantalla, esos hipnóticos rostros, no son más que ilusión, ilusiones creadas por una cinta de celuloide, que pasa a veinticuatro imágenes por segundo ante el lente de un proyector, y que bastará que la película se rompa, que el mecanismo se atasque, para que esos rostros dejen de hablarnos con su voz o con su gesto, y que al final no haya más que ese otro rostro que es el de la pantalla vacía, silenciosa.

Persona es uno de los films más bellos e importantes de Bergman y del cine contemporáneo, porque no sólo nos coloca ante el espejo de unos rostros, no sólo nos hace encarar el silencio y el vacío en que puede desembocar el arte, sino, además, porque nos habla de la lucha de un cineasta por vencer ese silencio y ese vacío. En Persona, el cine interroga a su propio rostro.

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