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Deconstrucción sonora en la obra de David Velez

Foto: David Vélez // http://davidvelezr.tumblr.com

Esto era lo peor de todo para los hombres: esta destrucción

total, este aislamiento, la muerte con plena conciencia; era

le experiencia de la eternidad, que se infiltraba en los

hombres y los dejaba probar su espantoso sabor.

STANISLAW LEM, Retorno de las estrellas. 

Al principio es como la certeza (falsa) del paisaje (los objetos). Todo ocurre según lo acordado, el grillo en primer plano, el agua es telón de fondo. Asiste el incauto a la confirmación de sus paneos, a salvo de la lluvia que se atreve sobre las hojas, pero que arrulla, canta. Podría rezar versos del breviario y alabar la obra del Uno. Todo bien.

Ocurre, sin embargo, que el vitral se rompe en mil pedazos. Los marcos seden. Se agitan las fronteras y el paisaje revela su andamiaje, la eclosión de la semilla, que no está. La rotura del cristal, de la escena pastoril con el tres en primer plano, abre los umbrales hacia el reverso de la geometría. Si Uccello estuviera entre el público vería/escucharía líneas que se cruzan, puntos móviles, planetas que se chocan. Moriría de espanto, feliz. Como un médico niño ante la disección neurótica de todos los sistemas.

Ante la ausencia del pájaro y el grillo formales, escultóricos, sobreviene su estado previo; su potencia en el caos, su puro origen, en una tensión huidiza. Como el rayo romántico que llena el ojo, ávido de las ruinas escarpadas, durante una milésima de segundo, así opera la deconstrucción del sonido, su vuelta atrás al instante previo de la forma sonora: el pájaro antes del pájaro, el grillo en el instante del magma que lo vierte, hecho y derecho, en el mundo.

La experimentación del caos fundante, del Big Bang del paisaje, es entonces como una pesadilla. El católico sentir de la cultura occidental (en su trasnocho) se afecta, se retuerce en la silla. Añora las rigideces del concierto celestial. No recuerda, este sujeto políticamente correcto el instante previo a su nacimiento. No recuerda el sonido de las fibras al romperse, el estropicio de la nave que ya no lo condensa cuando sucede el alumbramiento. Por fortuna, para él, tampoco recuerda la dolorosa adaptación al antinatural ambiente que violentó su ser etéreo: de repente surgieron brazos y piernas; el vértigo de los puntos cardinales, y esa tensión, el insoportable peso… Sin embargo, cuando asiste al caos fundante que sobreviene en el escenario, se aterra. Busca ponerse a salvo bajo los frisos y las columnas dóricas. Reniega del éter que lo ha conformado. Digamos entonces que el ruido es el estado natural de todas las cosas antes de ser. Por lo tanto, ese ruido fundante también es el ruido de las cosas al morir. Tras las bambalinas del acto solo están las poleas que rechinan, los susurros de los tramoyistas, el roce de las cuerdas.

Como la obra de Vélez ocurre, entonces, en los intersticios de la potencia y el ser de las cosas, en el no-espacio/tiempo, no puede haber la estructura narrativa aristotélica correspondiente. El relato es aquí, más bien, puro sentir. Agitación de fibras, activación de la memoria. Ocurre como una maquinación cuántica. También ocurre aquí que el paisaje se transforma en la interpretación del sujeto que manipula el sonido. El artista lo toma y lo transforma en su interpretación. Así se activa una memoria, una intuición sobre lo previo y lo posterior, es decir, sobre el instante del alumbramiento y el instante de la muerte que, comúnmente, se olvidan. Solo queda de ellos el eco, el rastro que la memoria intenta (siempre en vano) de figurar en una fantasmagoría.

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