David Altmejd, Between Spaces, Sculpture, 2010.
La pragmática inherente a la brujería ha tenido que lidiar, a lo largo de los siglos, con rivales demasiado celosos de su informalismo experimental, demasiado recelosos de sus simpatías umbralicias por lo contra natura. Desde las persecuciones ligadas a los intereses codificadores de las religiones y los mecanismos de control eclesiástico, hasta las acusaciones de superstición vinculadas al desencantamiento de la naturaleza iniciado por la ciencia moderna, en especial en su versión racionalista e instrumental, la brujería, y todo lo que pueda estar aliado a ella en su impulso intermedial (alquimia, magia, teúrgia, chamanismo, etc.), ha padecido múltiples simplificaciones. Pero la más reciente puede ser adjudicada, curiosamente, a aquellos que la reivindican desde una moral del reconocimiento; reivindicación que, tanto desde las ciencias naturales como, más tarde, desde los estudios psicológicos y antropológicos de las ciencias sociales, se viene intentando desde hace al menos un siglo con tangible entusiasmo y velada paranoia.
Esta silenciosa reducción –intelectual y socialmente exitosa– halla en las variantes de la analogía sus armas privilegiadas. Extraigamos del repositorio histórico un ejemplo bien conocido: La alquimia será homologada a la ciencia natural, pero rebajada a la vez al rango de rústica e imperfecta antepasada, admirable como tal pero incapaz de forjar, como el Modelo científico a partir del cual se la pretende comprender, métodos sólidos y replicables de investigación (en el fondo del corsé, sin embargo, resuena la risa sobria de la alquimia, más líquida que sólida, vinculada a la capacidad mutante del “metal” antes que a su vulgar solidez, a su Duración más que a su dureza). Otro ejemplo bien a mano: la brujería, la magia y sus derivadas serán también neutralizadas mediante su reducción a meros antecedentes primitivos, aunque esta vez de ciencias sociales como la Psicología, en lo que hace a la dominación del imaginario en sus diversas aplicaciones sociopolíticas1. La antropología estructural tampoco será impermeable a esta mácula: la positividad del factor anomal implicado en estas experiencias fuera de código es negada desde el vamos por una estructuración trascendente al campo de fuerzas en juego.
Una zambullida de la brujería en aquellas bañeras analógicas y nada quedará ya de su pulso huidizo, de su diferencia pre-formal y concreta, de los hiatos acósmicos que invoca en las lindes de la naturaleza, atenuados constantemente por las triquiñuelas entrópicas del Modelo o la Proporción, a las que echan mano todos los especialistas de lo inanimado2. Por eso no es usual que un filósofo se acerque a la brujería e intente atraparla en su singularidad difusa, en la precisión de su experiencia nebular, evitando reducirla a cualquier tipo de control analógico.
Pero quizá no genere sorpresa que, de existir un filósofo afín a la brujería, este haya sido el francés Gilles Deleuze; afinidad de la que poco o nada se ha dicho, de no ser como simple excusa para tallar alguna bella aunque inoperante metáfora. Si Deleuze podía esgrimir esta afinidad sin ningún tipo de escrúpulo, es porque también suscribía a una visión de la naturaleza en extremo divergente a la que sostienen el mecanicismo, el causalismo, o el finalismo organicista más tradicional. Como nos lo recuerda Nakh ab Ra: “Muy simple: dos tipos de médicos divergen: el que tiene de la naturaleza una visión exterior y no-coextensiva, que la constituye en su dominio –o especialidad–, y el que trabaja desde su latido más íntimo y tónico, que bastaría activar para que brote la miel del gran panal tierra-cielo”3.
Bastaría espiar apenas la meseta “La geología de la moral, ¿por quién se toma la Tierra?”, del libro Mil mesetas, para extraer el aspecto fundamental de esta visión deleuziana sobre la naturaleza.
“(…) la Tierra –la Desterritorializada, la Glacial, la Molécula gigante– era un cuerpo sin órganos. Este cuerpo sin órganos estaba atravesado por materias inestables no formadas, flujos en todos los sentidos, intensidades libres o singularidades nómadas, partículas locas o transitorias. (…) en la tierra se producía al mismo tiempo un fenómeno muy importante, inevitable, beneficioso en algunos aspectos, perjudicial en otros: la estratificación. (…) la estratificación general era el sistema completo del juicio de Dios (pero la tierra, o el cuerpo sin órganos, no cesaba de sustraerse al juicio, de huir y desestratificarse)”4.
Deleuze, por boca del Profesor Challenger (el retador, el contendiente), nos arroja su entrevisión o desafío: La Tierra es un engalanado movimiento de pliegue, repliegue y despliegue, una danza natural que invoca, entre los volados de su vestido, todo tipo de transformaciones aberrantes, de bodas contra natura. Desde las elásticas dunas (joyas, bordados) que se agrupan y sedimentan en diversos puntos de este ingrávido maelström, asciende a cada momento el Rostro estriado e implacable de Dios: máscara de bogavante que compone, pinzando los encajes, el sistema general de las estratificaciones (capturas y formaciones, codificaciones y territorializaciones). Entre las arrugas de este Rostro y los filos de sus pinzas, se deslizan los flujos fuera de código, se disparan las fugas fuera de territorio. Se trata de esa vida en los pliegues, a la que aquel espiritualista intercostal llamado Henri Michaux le dedicara sus cantos5. O de esa Tierra ígnea de la que Antonin Artaud trazara el mapa volcánico: “Y la tierra, por todas partes entreabierta y mostrando áridos secretos. Secretos como superficies. La tierra y sus nervios, y sus soledades prehistóricas, la tierra de geologías primitivas”6.
Simultaneidad descentralizada de flujos y cortes, de huidas y obstrucciones, la naturaleza, en la visión de Deleuze, es como la realidad según la intuición de Bergson: un gesto creador que se deshace7. Evanescente ademán que no es único ni puntual, sino que se inscribe en una continuidad de surgimiento8. Delicada transfusión de vitalidad gracias a la cual la naturaleza puede ahora mezclar en su sangre dos aspectos que antes parecían inconciliables: la heterogeneidad y la continuidad. Ni el mecanicismo ni el finalismo pueden dar cuenta de esta magnetosfera en proceso ni de los hiatos acósmicos que la pulsan. Únicamente los procesualistas de todos los tiempos supieron libar de sus brumas y tatuarse con sus afiebradas tinturas, desde Heráclito y los estoicos hasta Gilbert Simondon, Michel Serres y Manuel De Landa, pasando por los focos radiantes de Spinoza, Nietzsche, Tarde, Bergson y Whitehead. Lo que estos pneumaterialistas advierten desde siempre se resume así: No, la naturaleza no está constituida por una discontinuidad de fragmentos heterogéneos flotando indiferentes en una combinatoria mecánica, pero tampoco por una continuidad cósmica asegurada por la homogeneidad formal de su materia o garantizada por la Unidad de funcionamiento orgánico entre sus partes –Unidad trascendente que un mandato pre-Génesis impondría desde el sillón de la Cátedra Celeste, sobre cuya puerta rezaría: si el cosmos tiene un orden, la orden la dio Dios.
Si la naturaleza es una continuidad de surgimiento, es porque los elementos difusos y heterogéneos que la perlan songestos, agitaciones, ondas, radiaciones, crepitaciones, modificaciones de diversas intensidades. Así, nada impide su continuidad, implicada en la mismísima constitución de la intensidad: “La expresión “diferencia de intensidad” es una tautología. (…) Toda intensidad es diferencial, diferencia en sí misma9”. Habría que decir, entonces: Una intensidad o grado de intensidad no es más que una diferencia de intensidad entre un máximo y un mínimo infinitos de intensidad (de ahí su continuidad). Pero si la diferencia es positiva, primaria, como gesto creador que se deshace, cada diferencia es una singularidad, una diferencia de naturaleza (de ahí su heterogeneidad).
De nada serviría leer todo lo precedente de manera inmóvil y preformada. Esta naturaleza es, por el contrario, dinámica y preformal. Sus flujos están en perpetua mutación, aunque a ritmos dispares, irreductibles a una medida común –en ese sentido es que operan como hiatos acósmicos, propiciando así todo tipo de interpenetraciones y contagios. “Las participaciones, las bodas contra natura, son la verdadera Naturaleza que atraviesa los reinos”10, concluirá Deleuze en los parágrafos sobre brujería de Mil mesetas.
Presentimiento que ya insistía al comienzo de Diferencia y repetición, adelantando esa cuota de sobrenaturalidad inherente a la naturaleza, que despuntará más tarde en sus mesetas brujas: “El terreno de las leyes debe ser comprendido, pero siempre a partir de una Naturaleza y un Espíritu superiores a sus propias leyes, y que comienzan por entretejer sus repeticiones en las profundidades de la tierra y del corazón, allí donde las leyes aún no existen”11. Enviscamiento en el cual lo sobrenatural y lo contra natura se erigen como las potencias inmanentes de la naturaleza y sus leyes, similares en cierto sentido a aquello que Lezama llamaba: terateia (maravilla natural o sobrenaturaleza)12. Potencias impersonales, en fin, que no sonde indeterminación formal o empírica sin ser a la vez de determinabilidad trascendentalo13 de singularización nebular.
He ahí el profundo secreto de la Tierra: entreabierta, reversible, la empolvada nos muestra constantemente sus áridos secretos. Los despliega, impúdica, en la superficie de los desiertos, a plena luz del día. Pero nuestra percepción, nacida del fenómeno de la estratificación, los pierde de vista una y otra vez. Superficie nerviosa, corriente hierogámica entre reinos de lábiles contornos, ella misma es el secreto de las profundidades: la invisible imbricación del movimiento de sus dunas con el movimiento de sus vientos. “Se hace invisible, ¿por máscara? ¿por transparencia?”14, preguntaríamos con Lezama, mientras nos volvemos indiscernibles del humo de su habano. Y cabría contestar inventando: el secreto no es un contenido oculto sino la ultra-aceleración de los movimientos de la naturaleza, su velocidad absoluta15.
De ahí que lo aparente sea efecto de un láser imperceptible, de una luz o rayo transparente en perpetua fuga de sí. Esta fibra trans(a)parente, tensada por múltiples ritmos de aparición o grados de coloración (desaceleraciones, sedimentaciones, efectuaciones), tiene sus propias coordenadas de irradiaciones16 (Lezama): el entre-tiempo de las soledades prehistóricas (duración pura o aión)17 y el contra-espacio de las geologías primitivas (espacio liso o spatium)18. Pre-historia y espacio primitivo que no remiten, nostálgicos, a un pasado cronológico, sino al entorno molecular de los devenires, siempre contemporáneo a las diversas historias y culturas que brotan, como grumos, en su sopera partenogénica.
De manera que lo sobrenatural o lo contra natura no están más allá de la naturaleza, como se nos quiere hacer creer cada vez que se le imprime a ésta un torniquete moral (Ley natural o mandamiento divino),sino más acá, en los cimbreos imprevisibles que la tejen. Lo sobre o contra natural, para el brujo Deleuze, es la usina de la naturaleza y sus leyes.
Lo cierto es, entonces, que la naturaleza, tal y como la viven Deleuze y los brujos, es un monstruo fuera de bestiario. Pero no existiendo más regla que la que ella misma se impone, y siendo esta regla gravitatoria, en cierto sentido, secundaria con respecto a su velocidad de fuga, este monstruo es menos un anormal (transgresión de una regla previa, y por eso, categorizable negativamente en relación a ella) que un anomal, positivo y primario (devenir o diagonal de universo que no se explica por aquello [de lo] que [se] desvía). Si la naturaleza es primariamente anomal,es porque sus movimientos están afectados por una declinación19 esencial, por una desviación constitutiva e infinitesimal. Afortunadamente, con Gabriel Tarde entendimos que lo infinitesimal no es un atributo de lo extenso sino de la declinación20 Por eso lo anomal, ese As bajo la manga del brujo, es, según Deleuze, “lo desigual, lo rugoso, la asperidad, el máximo de desterritorialización”21, la imprevisible y difusa frontera que serpentea entre los reinos, los géneros y las especies.
Ya nos alertaba Deleuze contra los teratologemas de turno: “Para producir un monstruo, de poco sirve la pobre receta de amontonar determinaciones heteróclitas o de sobredeterminar al animal. Más vale hacer subir el fondo y disolver la forma. (…) ese punto preciso en que lo determinado mantiene su relación esencial con lo indeterminado, esa línea rigurosa abstracta que se alimenta del claroscuro”22. Tornasolado remolino u ondulación esmerilada que agita la forma hasta volverla línea abstracta que ya no traza contornos, liberando así sus singularidades nómades o haecceidades (como las llamará Deleuze, tomando el término de Duns Scoto23).
Tal parece que una distinción entre monstruos se torna inevitable: o bien la criatura fabricada por Frankenstein o bien el Outsider de Lovecraft; o bien la combinatoria heteromorfa de piezas pre-existentes (que no cambian) o bien la bruma que asciende por los poros y deshace las identidades, desarticula los cuerpos y atrae los soplos; o bien los órganos sin cuerpo o bien el cuerpo sinórganos. El primero pierde todo aquello que gana el segundo: el devenir. Podríamos decir que el primero es un monstruo estático, mientras que el segundo es un monstruo extático (o dinámico), aunque sin oposición estructural alguna, más bien como una diferencia inmanente de (sobre)naturaleza.
Por el camino de esta distinción se vuelve posible ahora captar la monstruosidad de la naturaleza por fuera de los aparatos de analogía, que al construir al monstruo con piezas preformadas vuelven a introducir la Forma y lo inmóvil en el fundamento de las cosas y los hechos24, perdiendo así la declinación infinitesimal que los compone, deteniendo, una vez más (¡ya van tantas!), la variación continua de la naturaleza naturante. Porque, en todo caso, los hechos son sólo condensaciones relativas de una intermundia que se conjuga en infinitivo, de un hacerse incesante que supera lo hecho.
De lo que se trata, entonces, en todos estos paseos –lo sospechábamos– es del devenir. Porque si “el devenir es la diferencia con uno mismo”25 y “la diferencia es el monstruo”26, entonces se vuelve más evidente el vínculo entre el devenir y lo que hemos llamado monstruosidad extática (o dinámica). Ahí está nuestro menstruum subatómico, la marea de intensidades que arde y urde ese Todo abierto tan mimado por Bergson, y sobre el cual Alfred Jarry ya se interrogaba, en su Faustroll: “¿no será más bien un monstruo (Faustroll definía el universo como lo que es la excepción de sí)?27”.
Monstruo extático o excepción de sí, esta naturaleza se ubica a un paso infinitesimal (aunque infranqueable) de todo plan(o) de referencia, pues responde a la anomalidad del plan(o) de inmanencia y sus devenires, de la fibra trans(a)parente y sus velocidades. Inmanencia a la que habría que evitar leer desde esa máquina binaria que la opone estáticamente a la trascendencia, porque tanto la inmanencia como la trascendencia, si asignadas a un gozne cualquiera, vuelven a fijarse en el raído dúplex interior-exterior, pliegue relativo que sólo existe para lo inmóvil, para lo que no cambia, y no para este moebius vibratorio, quiasmo en devenir sin principio ni fin.
La inmanencia de la que habla Deleuze es, más bien, inasignable, ya que no se refiere a un objeto ni pertenece a un sujeto (ambas trascendencias que fijan, y que producen inmanencias fijas): es inmanente a sí misma28. Pero esta inmanencia absoluta es tanto el afuera interno como el adentro exterior, es la velocidadabsoluta que supera las cosas y los egos, pero que no cesa a la vez de engendrar todos los fijadores (trascendentes o inmanentes) de su pelambre intersticial. Es, en suma, el pasaje o la dinamización entre inmanencia y trascendencia (cuando las pensamos como polos inmóviles). De ahí que si susurramos “inmanencia absoluta” al oído de la naturaleza, ésta nos devuelva un grito mudo de alegre complicidad: ¡Ni inmanencia ni trascendencia: transeúncia!
Recostados sobre el pasto extra-térreo, hechizados acaso por el rocío y sus cantos de contra-cielo, es posible escuchar, con los poros de la piel, ese zumbido de la Tierra que entrelaza todos estos punteos: sí, soy contra natura, soy sobrenatural, soy el monstruo trans(a)parente que atraviesa los reinos, soy la transeúncia de la que beben los creadores sin documentos de identidad aunque con marcas singulares, soy la diosa-madre de las fraguas29.
Tierra-madre de la que habría que desterrar cualquier tipo de clausura psicoanalítica o codificación arquetípica-folklórica, porque se trata menos de la madre como catexis de deseo o mítico arquetipo (aquella de la que huye el deseante en el famoso poema de Lezama30), que de nuestra Mater(ia) in exsilium, en excepción de sí, la diosa-madre o materia en exilio que supera todo estado de extensión y que, acunándonos en sus vahos ventrales, nos hace huir porque huye de sí misma.
Nebulosa embrionaria, sin contornos, en perpetua mutación, maquinada por declinaciones imprevisibles y poblada por una turba de singularidades difusas31, nada hay en ella de impreciso. Su nebulosidad no proviene de una deficiencia de la percepción. La determinación o consistencia positiva de este proceso preformal es nebular en sí misma. Se comprende, entonces, por qué la captación o el conocimiento de la naturaleza (su pragmática) está en manos de los brujos, ya que estos trabajan en las lindes de los reinos, en el pulso mismo de los devenires, sin pretensiones cartesianas de disipar el claroscuro de la nebulosa mediante una lente clara y distinta.
Y es que, en primer lugar, los brujos saben muy bien que “percibir significa inmovilizar”32, razón por la cual “la percepción sólo puede captar el movimiento como la traslación de un móvil o el desarrollo de una forma”33. Pero también saben, en segundo lugar, que así podría haber sido siempre, de no ser porque alrededor de nuestra percepción habitual (de umbrales relativos) insiste una “nebulosidad vaga34” que nos reconecta con la naturaleza nebular. El brujo, entonces, al igual que el experimentador o caballero de la droga, plantea el problema en los términos correctos: cambiar la percepción35, abrirla al cambio nebular,a las micro-percepciones en el límite de sí misma, convertirla en consumo molecular de intensidades. Deleuze ya nos obsequiaba, en su Diferencia y repetición, un esbozo de esta pedagogía de los sentidos: “Captar la intensidad independientemente de la extensión o de la cualidad en las que se desarrolla, ese es el objeto de una distorsión de los sentidos36”, afirmación que entabla una alianza con aquella exigencia mántica de Bergson: “(…) captar o adivinar en la cualidad misma algo que sobrepasa nuestra sensación, como si esta sensación estuviera preñada de detalles sospechados e inadvertidos”37.
Varias esquirlas de esa cita nos ponen por fin frente a una práctica muy vinculada a la brujería, con la cual desearíamos terminar este recorrido: la adivinación. Pero si no queremos caer en la trampa analógica que denunciábamos al principio, habrá que desligar esta práctica de su abusivo rival: la predicción. Porque la predicción supone un mundo dado de antemano (ya hecho: ready-made), de leyes inmutables que asegurarían la reproducción del pasado en el futuro, en un orden cronológico y en un espacio actual, estriado (plano de referencia o demonio de Laplace). La adivinación, en cambio, se rinde a una naturaleza compuesta por mezclas de cuerpos y nimbada por acontecimientos imprevisibles (plano de consistencia). En virtud de esta imprevisibilidad, el adivino conjura activamente cualquier tipo de control o clausura mecánica del mundo.
Si la adivinación no puede ser reducida analógicamente a la predicción (ya sea como su imperfecta precursora o como la pariente funcional de una cultura vecina, aunque diferente), es porque sus objetivos son tan distintos como las visiones de la naturaleza a las que consagran sus armas. Ya Deleuze, al referirse a los estoicos, ligaba la adivinación a los acontecimientos incorporales y sus efectuaciones corporales: “(…) se trata siempre de cortar en el espesor, podar superficies, orientarlas, acrecentarlas y multiplicarlas, para seguir el trazado de las líneas y de los cortes que se dibujan sobre ellas. Así, dividir el cielo en secciones y distribuir en ellas las líneas de los vuelos de los pájaros, seguir sobre el suelo la letra que traza el hocico de un cerdo, sacar el hígado a la superficie y observar sus líneas y fisuras. La adivinación es, en el sentido más general, el arte de las superficies, de las líneas y puntos singulares que aparecen en ellas; por ello, dos adivinos no pueden mirarse sin reír, con una risa humorística. (Sin duda, habría que distinguir dos operaciones: la producción de una superficie física para líneas todavía corporales, imágenes, huellas o representaciones, y la traducción de éstas en una superficie <<metafísica>> donde sólo actúan ya las líneas incorporales del acontecimiento puro (…))”38.
La apertura de la adivinación a la superficie metafísica de los acontecimientos y del devenir, es lo que la separa de la predicción, la cual, al aislar al mundo de su potencia, lo uniformiza e inmoviliza, para así poder controlarlo. Al adivino, en cambio, le interesa: primero, producir un espacio físico donde seguir las líneas corporales; luego, pasar de éstas a las líneas incorporales de los acontecimientos que aquellas efectúan; finalmente, querer y contra-efectuar el acontecimiento puro, encarnarlo en el instante más intenso (aquel que, simultáneamente, es ya pasado y siempre por venir) y consumir su destello. El adivino se convierte así en un mimo39 o contra-dios. Debido a la inestabilidad constitutiva de su objeto nebular (la variación continua de la materia o la materia en exilio, la superficie de los acontecimientos y el devenir, la monstruosidad extática o dinámica de la naturaleza), la pragmática adivinatoria de los brujos no expresa los cálculos defectuosos de antiguos métodos predictivos, sino la captación concreta, precisa e íntima de aquellos “detalles sospechados e inadvertidos” de los que están preñadas las cosas.
Y habría que tomar esta preñez literalmente, ya que la adivinación se ubica, al operar, en el seno morfogenético de la naturaleza, en el interior de los intervalos en los que se produce la creación continua de lo real. Cabría recordar aquí a las suvasinis o sacerdotisas del Culto Kaula (Tantra), las cuales, durante el período llamado catamenia (en el cual las fuerzas astrales asumen forma tangible en las vibraciones de sus efluvios vaginales), luego de concentrar ojas (energía mágica) en la palma de su mano izquierda, despiertan la serpiente de fuego y, en lugar de hacerla subir por la columna, pueden ver oracularmente con su útero40. Esta clarividencia uterina o entrevisión ventral, implica una experiencia-percepción alimentada por el pulso inspirado de la embriogénesis y sus gradientes movedizas: un conocimiento acunado en la víspera continua de todas las gestaciones. ¿No será esta percepción cavernaria también aquella inteligencia negra de la que habla Eliphas Lévi, caracterizándola como la adivinación de los misterios de la noche?41
Sea como fuere, la predicción y la adivinación responden a imperativos muy distintos. La primera es presa de lo que Deleuze llama: imperativo de reconocimiento, imperativo moral de reglas predeterminadas. La segunda, en cambio, es arrastrada por lo que él llama: imperativo de aventura, y que consiste en seguir las preguntas o las declinaciones que parpadean en los acontecimientos, en el devenir, deponiendo cualquier regla o respuesta predeterminada y creando una ingeniería de lo imprevisto en función del soplo que acontece y guía 42. Porque sólo se adivina cuando ya no se reconoce, cuando, tensando y haciendo vibrar las fronteras, se abre una tangente serpentina por la que baja o sube el demonio –ese ángel caído o mosca áptera– como potencia del anomal43. Ya lo dijo Jarry: por la diagonal viene el ángel44. Conversión semidivina45, adivinar es adherirse a las fraguas de la naturaleza, absorber las exhalaciones de la Tierra y seguir las fugas naturales del pneuma (Sinesio)46. Mientras que el que predice habita una tierra cínicamente cerrada, el que adivina vive en una Tierra herméticamente abierta, como reza (o, más bien, mantra) el título de un poema de Ghérasim Luca47.
Habrá que entenderlo de golpe, a bastonazos, como bajo la iluminación de un maestro zen: Los brujos de los bosques o los alquimistas de las cuevas no interpretan, sino que siguen el phylum de la materia-flujo, de la materia en exilio. Más que explicarla, conocen la naturaleza, en el sentido de co-nacer con ella, junto a ella, en ella. Liberan la conciencia del sujeto, el cuerpo del organismo, el inconsciente de la significación y la interpretación48, para efectuar su conversión en vehículos o antenas, en pulsos o prehensiones49 (espíritus mortales). Perciben lo imperceptible al llevar la percepción a su límite, más allá de todos sus umbrales relativos, colocándose entre las cosas, en su entorno nebular, como una haecceidad dentro de otra50, como una nébula dentro de otra, como un pulso dentro de otro, en una permeabilidad pneumática.
Sensibilidad alterna que ya no es guiada por la visión claro-distinta, sino por una (entre) Visión molecular que toca y penetra el torbellino natural. Percepción panháptica51 antes que panóptica: “(…) un intramundo, una entrevisión, un entreoído ha ocupado los espacios clasificados” (Lezama)52. Muy cerca de lo que buscaba Bergson con su intuición (“fundirse de nuevo con el todo”)53, el brujo sigue lo mutante y muta con aquello que sigue (deviene), sin con ello anularse en la gran indistinción (que no existe, por lo que haríamos mejor en llamarla, junto a Tarde, la variación universal54). Antes bien, conoce el proceso volviéndose proceso, percibe lo imperceptible volviéndose imperceptible, capta el extático monstruo volviéndose monstruo en el éxtasis (trance que es más bien tránsito). En virtud de estas prácticas, Deleuze y los brujos diagraman lo que podríamos llamar una teratomancia del universo.
Matt Lee y Mark Fisher han sido de los primeros en explorar y valorar este aspecto de la obra de Deleuze; con la excepción, quizá, de Nakh ab Ra, poeta y escritor argentino que viene desarrollando al menos desde el año 2000 este filo deleuziano-brujo, aunque llevándolo mucho más lejos, hasta sumergirlo en las fuentes menos codificadas del esoterismo55; impulso vernáculo, este último, que se continúa hoy en el Laboratorio Sintético Deleuziano y la Escuela Cuaternaria Inter-Reinos56, cuyas investigaciones en políticas de la brujería están editadas en un libro titulado Nosotros, los brujos57.
Lee y Fisher encarnan dos vías diferentes aunque hiper-aliadas en la lectura del Deleuze brujo. Mientras el primero lo vincula al arte y a la brujería de Austin Osman Spare (personaje injustamente olvidado de la aventura artístico-esotérica de la Inglaterra de principios del siglo XX), el segundo lo utiliza para la exploración de lo que llama “materialismo gótico”, una interesante aleación de ficción teórica, terror y ciberpunk. Por un lado, Matt Lee se vale, simultáneamente, de los fragmentos de Deleuze sobre brujería y de la obra de Spare, para construir una metafísica práctica cuyo proceso fundamental describe como un “enchufarse a la conciencia orgiástica” y cuyo objetivo consistiría en entablar nuevas “relaciones con lo viviente”. Por otro lado, Mark Fisher, reencontrando la línea abstracta de Deleuze en lo que llama flatline (el concepto es de la novela Neuromante, de William Gibson, quien a su vez toma el término de la jerga paramédica), explora el cruce entre las investigaciones de la cibernética, la literatura y el post-estructuralismo, aunque su materialismo gótico, nutriéndose de la experiencia suspendida entre la vida y la muerte, evita estancarse en la moda inofensiva que componen las actuales derivas en informática y cibernética, enviscadas aún en los prejuicios antropocéntricos del organismo, el imaginario, la identidad y la subjetivación. Contra la “out of body experience” (experiencia fuera del cuerpo, que deja intactos tanto el Yo como el organismo), Fisher explora el “out to body experience” (experiencia hacia o en el cuerpo), es decir, las tecnologías que permiten experimentar por fuera (out)del Yo en los bordes del organismo. Si el cuerpo no es el organismo, sino aquello que le escapa constantemente, es la experiencia del cuerpo (sin órganos) lo que bulle en las prácticas del brujo.
Estos textos (junto al mencionado libro Nosotros, los brujos)inauguran, en primer lugar, una zona aún no transitada de la filosofía de Deleuze; zona que a la vez permite comprender desde otro lugar aquellos aspectos demasiado manidos de su obra (la multiplicidad, el acontecimiento y el devenir). Y, en segundo lugar, proponen una nueva lectura y una nueva experiencia de la brujería, por fuera de los aparatos de analogía utilizados por aquellas teorías que siguen sin poder desprenderse del imperativo moral de reconocimiento que las anima. Lejos de prejuicios cínicos y reductivas apologías, los textos de Lee y Fisher nos cuentan que la brujería, en la obra de Deleuze, puede al fin abrir sus pulmones. Bastaría dejarse arrastrar por un imperativo de aventura, para empezar a escuchar, como en un sortilegio, su cálida respiración.
1.Tesis defendida en: Culianu, Ioan Petrus; Eros y magia en el Renacimiento. 1484 (EMR), Madrid, Siruela, 1999. Para una crítica a esta tesis, ver el texto de Nakh ab Ra: “Breve diccionario de brujería portátil”, en Nosotros, los brujos. Apuntes de arte, poesía y brujería (NB), Buenos Aires, Santiago Arcos ed., 2008.
2. Pero cuidémonos de exagerar demasiado esta oposición brujería-ciencia, pues en el interior mismo de las tradiciones brujas, ocultistas y herméticas, se ejercen estos controles y sobrecodificaciones (por exceso de solemnidad institucional o por obsesivo apego a la fórmula recibida). A la vez, en la propia ciencia despuntan, cada tanto, movimientos de fuga que conjuran toda clausura “disciplinaria”.
3. “Breve diccionario de brujería portátil”, en: NB, pp. 255-256.
4. Deleuze, Gilles-Guattari, Félix; Mil mesetas (MM), Valencia, Pre-textos, 2002, pp. 47-48. Cada vez que se diga Deleuze en referencia a este libro, habrá que escuchar, en su lugar, el aullido de ese híbrido animal de nombre Deleuze-Guattari.
5. Recuérdese su libro de poesía de 1949 llamado La vie dans les plis.¡
6. Artaud, Antonin; El arte y la muerte / Otros escritos, Buenos Aires, Caja Negra, 2005, p. 53 (“El yunque de las fuerzas”).
7. Bergson, Henri; La evolución creadora (EC), Buenos Aires, Cactus, 2007, p. 254.
8. Ibíd., p. 255.
9. Deleuze, Gilles; Diferencia y Repetición (DR), Buenos Aires, Amorrortu, 2002, p. 334.
10. MM, pp. 247-248.
11. DR, p. 56.
12. Ver: Lezama Lima, José; El reino de la imagen (RI), Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1981, p. 301. El poeta cubano solía oponer la terateia a la entidad “corpuscular”, cerrada sobre sí misma.
13. Deleuze, Gilles, “La inmanencia: una vida…”, en: Giorgi, Gabriel – Rodríguez, Fermín (comps.); Ensayos sobre biopolítica. Excesos de vida (BP), Buenos Aires, Paidós, 2007, p. 39.
14. RI, p. 266
15. MM, p. 290: “(…) un secreto por transparencia”.
16. RI, p. 235.
17. El concepto de Aión recorre toda la obra de Deleuze y alude al tiempo singular del devenir: pasado y futuro simultáneos, esquivando siempre el presente –a diferencia de Cronos, el tiempo espacializado, subordinado al presente. Ver: Lógica del sentido (LS), Barcelona, Paidós, 1994, pp. 170-175.
18. Se trata del espacio dinámico de los flujos y los devenires que escapa a la medición. Para el concepto de espacio liso o spatium y su relación con el espacio estriado o extensio (es decir, con el espacio sometido a la medición), ver: MM, pp. 483-509.
19. Declinación que en Epicuro se llamó parenklisis y que Lucrecio tradujo como clinamen; término este último reutilizado después por el escritor francés Alfred Jarry como uno de los conceptos centrales de su ´Patafísica.
20. Tarde, Gabriel; Monadología y sociología (MS), Buenos Aires, Cactus, 2006, p. 31: “Lo infinitesimal, por tanto, difiere cualitativamente de lo finito”. Es cierto que Tarde le asigna el carácter de infinitesimal al elemento individual o agente espiritual que llama mónada, pero ésta no es más que cambio o variación. Porque para Tarde: “Durar es cambiar. La duración, el tiempo, no es más que por y para los acontecimientos; y el yo, la duración de la persona, no es más que por y para la serie de sus estados interiores” (p. 108). Es decir, el individuo “no es esencialmente más que una variación” (p. 118).
21. MM, p. 249.
22. DR, p. 62.
23. MM, pp. 264-268 (para la etimología de haecceidad en Duns Scoto, ver la nota al pie número 24 de esa meseta).
24. Michael Yevzlin nos da un perfecto ejemplo de cómo funciona un aparato de analogía, desde el punto de vista de una interpretación mitosemiótica (como él mismo llama a su estudio) de los monstruos: “(…) el monstruo por excelencia. En efecto, en él se encuentran presentes todos los rasgos tipológicos del monstruo: la fuerza, la unión caótica de formas diversas (de hombre y serpiente, grita con voz de toro, león y perro), la multiplicación de la misma forma (cien cabezas), la relación con el fuego”. Ver: El jardín de los monstruos, Madrid, Biblioteca Nueva, 1999, p. 19.
25. Deleuze, Gilles; Nietzsche y la filosofía, Barcelona, Anagrama, 1998, p. 263.
26. DR, p. 62. También: “Es el monstruo de todos los demonios”, p. 74.
27. Jarry, Alfred; Gestas y opiniones del Doctor Faustroll, Patafísico (DrF), Buenos Aires, Atuel, 2004, p. 133 .
28. “La inmanencia: una vida…”, en: BP, pp. 36-37.
29. Para un desarrollo de la cualidad vibrátil y creadora de esta diosa, consultar el texto de Julio Azcoaga: “Diario acuático de Vulcano. Las facultades creativas en el origen”, en NB, en especial desde la página 95 hasta la 97.
30. “Deseoso es aquel que huye de su madre”, dice el poeta cubano en el poema titulado: Llamado del deseoso. Ver: Echavarren – Kozer – Sefamí (comps.); Medusario. Muestra de poesía latinoamericana, México, FCE, 1996, pp. 31.
31. “Pues bien, de la mínima desviación al torbellino, la consecuencia es buena y necesaria: entre ambos se extiende precisamente un espacio liso que tiene como elemento la declinación, y como población la espiral”, en: MM, pp. 496-497
32. Bergson, Henri; Materia y memoria (MMem), Buenos Aires, Cactus, 2006, p. 214.
33. MM, p. 282
34. EC, p. 187.
35. MM, p. 283.
36. DR, p. 354.
37. MMem, p. 211.
38. LS, p. 153.
39. LS, p. 156.
40. Grant, Kenneth; Cults of the Shadow (CS), Londres, Skoob, 1994, p. 11.
41. Ver el epígrafe de Lévi en: CS.
42. Para una discusión acerca de ambos imperativos: DR, pp. 298-299.
43. MM, p. 251.
44. DrF, p. 125.
45. DR, p. 298: “(…) un fiat que hace de nosotros, cuando nos atraviesa, seres semidivinos”.
46. Ver sobre Sinesio de Cirene y la adivinación: EMR, pp. 159-163. “El sintetizador pneumático se convierte, con Sinesio, en el terreno por excelencia de la adivinación y de la magia”, p. 162.
47. Pellegrini, Aldo; Antología de la poesía surrealista, Buenos Aires, Argonauta, 2006, pp. 181-183.
48. MM, pp. 165.
49. El término original en inglés es prehension y pertenece a aquel gran opus procesualista y socarrón del filósofo y matemático Alfred North Whitehead: Process and Reality. An essay in Cosmology, Nueva York, Free Press, 1978.
50. MM, p. 283
51. Del griego hapthai: tacto, contacto. Ver: MM, pp. 499-506.
52. Fragmento de una entrevista de 1971 al poeta cubano, citada en el prólogo a su novela: Paradiso, Madrid, Cátedra, 1997, p. 49.
53. EC, p. 202.
54. Título de un texto de Tarde incluido como apéndice en: MS, pp. 107-133.
55. Las primeras señales escritas de estas investigaciones pueden rastrearse en el tríptico repartido en ocasión de la inauguración, en el 2002, de la entonces llamada Escuela Alógena y que luego se convertiría, en el 2004, en la actual Estación Alógena: www.estacionalogena.com.ar
56. Exploraciones realizadas hasta el día de hoy en la ya mencionada Estación Alógena (la primera a partir del año 2006 y la segunda desde principios del año 2008).
57. Nosotros, los brujos. Apuntes de arte, poesía y brujería, Buenos Aires, Santiago Arcos ed., 2008.